Saúl Domínguez Agüero
1
La mañana en que me
comunicaron la muerte de Marino me vino a la memoria un suceso acaecido en los
días de mi infancia. Una mañana, estando los niños en recreo, se desprendió una
enorme rama del inmenso eucalipto de la Plaza de Armas cayendo estrepitosamente
y dejando un visible vacío en el frondoso follaje. No obstante su robustez que
crea en quien lo contempla una sensación de eternidad, el viejo árbol mostró un
flanco vulnerable. La imagen que después me quedó fue que algún día también él podría
caer y desaparecer.
La muerte de Marino, a quien
le juzgaba tan eterno como el agua y el aire, tan macizo como una montaña y tan
duro como el quiswar de nuestras
alturas, nos ha sumido en honda tristeza. Vanamente musito frases de reproche
ya inútiles, digo: no es posible, Marino, que te hayas ido de esa manera tan inesperada,
dejando muchos proyectos en el tintero. Ahora siento que la muerte viene pisándonos
los talones a los de la generación que podemos llamar de la provincialización
de Mariscal Luzuriaga.
Ese mismo día, después de
conocer el tristísimo suceso, recibí un correo de Emilio Pascual Valentín desde
Pucallpa: “algo muy triste pero
inexorable, el fallecimiento de nuestro gran amigo y paisano Marino Pastor
Neyra, ocurrido el viernes 6 de este mes, digo doloroso porque en Piscobamba no
existen otros paisanos preocupados por el desarrollo de la provincia, y mucho
menos los que ejecuten sin desmayo proyectos de desarrollo en base a los
recursos naturales de la región, personalmente creo que con él se acabaron los
piscobambinos amantes de la patria chica”. Frente a lo inexorable,
¿qué podemos hacer sino unir nuestro dolor y lágrimas a los de sus seres
queridos, recordar y rememorar? Es precisamente lo que quiero hacer en esta
hora tan triste y tan aciaga.
A Marino le conocí
cuando yo era aún muy niño y él ya un jovencito. Le veía pasar por la calle al
frente de mi casa yendo o viniendo de sus chacras de Andaymayo. Al verlo retornar me apostaba estratégicamente en el
puentecito de la quebrada que pasaba por delante de mi casa, pues deseaba ser
su amigo, pero él, tal vez, juzgándome muy pequeño para brindarme su amistad, pasaba
de largo. Pero un día se detuvo y nos dio, a mí y a un pequeñín que estaba
conmigo, una lección de sabiduría inolvidable. Señalando un altísimo eucalipto de
donde a intervalos provenía un canto frenético, trinos rápidos y entrecortados,
nos preguntó como un maestro que
interroga a sus alumnos sobre un tema que éstos ya deberían de saber: ¿qué
pájaro es ese?, y al ver nuestro silencio ignorante nos susurro: es el wikchurín. Fue como si una puerta
misteriosa se abriera mostrándome cosas que estaban allí pero que yo los ignoraba. ¡Grande Marino! Admiré su sabiduría y quise ser
como él, saber identificar los sonidos de la naturaleza: el ulular misterioso y
agorero del búho, el canto monótono y tristísimo del piwinchay, el zurear amoroso de la paloma zarandalí. Apenas conocía
al común pichuichanca, al wanchaco de pecho colorado y al ishrau bravío de los matorrales. Sentí que
con Marino podía aprender bastante.
Pero un día desapareció,
supe que se había marchado a la capital a proseguir sus estudios. Cuando
retornó, también yo, siguiendo la flauta del sendero, ya me había marchado. Sólo
después por las memorias puntuales de Abraham Alzamora Agüero, volcadas en el folleto:
“Breve reseña histórica del Club Mariscal
Luzuriaga y la adquisición del terreno de Manzana Pampa para el estadio popular
de Piscobamba”, he podido apreciar el inmenso trabajo que en los años 60 realizaron
los jóvenes piscobambinos aglutinados en el “Club Mariscal Luzuriaga” de
gloriosa recordación. Esa institución, no obstante su corta existencia, apenas
un lustro (1960-1964), logró lo que se propuso estatutariamente: dotar a Piscobamba
de un Estadio Monumental.
De regreso a su
tierra natal, Marino concluye sus estudios en la Normal de Pomabamba y trabajó
en el magisterio. Al mismo tiempo, participó intensamente en la vida política. Fue
alcalde y subprefecto en varias oportunidades. En los años 70, promovió con
mucho éxito la construcción del local
del Club Unión Piscobamba, una institución sin fines de lucro que funciona muchas
veces como contralor moral de las instituciones oficiales del estado criollo.
Cuando en 1990 retorné a Piscobamba, le encontré de subprefecto y fui a
visitarlo en su oficina del Centro
Cívico. No era Marino el engolado hombre público de saco y corbata, sino el
hombre sencillo y afable que imprimía a sus actividades un estilo muy peculiar.
Podía dejar fácilmente el burocratismo de la oficina y atender sus labores
agrícolas o viceversa. Aquella vez nuestro encuentro fue muy emotivo y evocador,
pues recordamos cómo era Piscobamba en nuestra infancia, y cómo hoy con la
modernización muchas costumbres se estaban perdiendo. Matizamos nuestra charla
con el uso de nuestro quechua ancestral y jocundo. Comentando el proverbial amor
por la tierra y el trabajo de nuestras gentes, Marino decía: kaychuga wamrakunapis yurisquirllana nin lampata
goyamay arumunapaj (“aquí hasta los niños recién nacidos dicen denme una
lampa para trabajar”).
Su trabajo magisterial y su participación en la vida política, no impidieron,
sin embargo, desarrollar la gran pasión de su vida: la forestación. En este
tema, innegablemente, él reúne los mayores lauros, por lo que se le considera
con total justicia como el pionero de la forestación y la defensa y cuidado del
medio ambiente.
2
Hoy que un grande y leal amigo
como fue Marino Pastor Neyra, nos deja con su partida un vacío imposible de
llenar, nos preguntamos ¿qué sentido tienen la vida y la muerte? Una pregunta
que el homo sapiens viene haciéndose
desde tiempos inmemoriales y que no encuentra respuesta, y probablemente nunca
la encuentre. No obstante los adelantos científicos y tecnológicos de la era
presente, y el
saber acumulado de muchas generaciones, la
vida y la muerte siguen siendo un misterio. Manuel González Prada, gran ensayista
y mejor poeta, las definió de una manera muy ingeniosa: ¿qué es la vida?, un
puñado de polvo reunido al azar; ¿qué es la muerte?, un puñado de polvo
dispersado también al azar. Omar Kayhan, sabio persa del siglo XI, matemático,
astrónomo y genial poeta, en una de sus célebres Rubaytas (“cuartetas”), dice que nadie ha vuelto de la “otra vida” para contarnos como es, por
lo que juzga vanas las preocupaciones, miedos y tormentos que algunas
religiones inculcan a sus feligreses. Proclama él una religión distinta: beber
vino y celebrar la vida.
Los griegos imaginaron el “más
allá” como el reino de Hades, un
lugar sombrío donde las almas vagan eternamente. El cristianismo afirmó los
conceptos de cielo e infierno; el primero, un lugar de goce eterno; el segundo de
tormento de temporalidad también infinita. Aún hubo quienes concibieron el Nirvana, el mundo del no-ser o del no-sufrimiento al que
las almas acceden luego de purificarse a través de miles de rencarnaciones. Aún
otros afirmaron la existencia del Séptimo
Cielo y concibieron un paraíso sui generis donde huríes, mujeres hermosas, esperaban a los elegidos para colmarles por
mil años de placeres y delicias. En suma, bellas religiones fraguadas por el
deseo de dar respuesta al misterio de la vida y la muerte.
Ahora, nos interesa saber lo
que pensaron nuestros abuelos, los sabios amautas. Según ellos no existe el
“más allá”, todo acontece acá en el pachamuyu
(“universo”). Cuando morimos no nos vamos a ninguna parte, nos quedamos aquí. Este
es nuestro hogar desde siempre y para siempre. Ignoramos el terror ciego a la
muerte y la tensión que quiebra los corazones por sabernos nota intercambiable
de la sinfonía total. En ella viviremos siempre siendo una a una todas las infinitas
formas de la existencia. En verdad no hay un final. El cuerpo y el alma
cansados piden descanso, lo que implica solamente que pasamos a otras formas de
existencia. Todos fuimos o seremos estrellas cuando la rueda cíclica enlace
otros tiempos y otros espacios.
Así reconforta saber que el cuerpo exangüe de nuestro querido hermano está
ya bajo el abrigo de la pachamama de Qollana Pishgopampa, Piscobamba Eterna. En
tanto que su alma, su ajayu, está con
nosotros, qué duda cabe, palpitante, enriqueciéndonos, acompañándonos, incluso
reconfortándonos.
Pero sí hay honda tristeza en los eucaliptos donde moran gorriones y
zorzales, como ha dicho bellamente Emiliano; y tristes están las orquídeas,
cantutas y shanllallitas, y más tristes aún los maizales, los frejoles multicolores, los calabacines; y, sin
duda, las noches estrelladas del hermoso mayo se cubrirán de un manto de
melancolía…
Perdónanos, Marino, esta tristeza, este dolor que rompe nuestro corazón, tú
que amabas la alegría de vivir. En nombre de Miriam, tu gran admiradora, y en
el mío propio, te envío un gran abrazo hasta siempre vernos. (La
Molina, 19 de abril del 2012).
Camino a Runtujirca.
Marino portando la generosa vianda (setiembre, 2011)
En Intu (4,500 msnm): Rubén, Miriam, Marino,
Natán y Saúl (junio, 2011)
En la cumbre de Runtujirca, degustando la sabrosa vianda (setiembre, 2011)
Un alto en el viaje para hacer un brindis con
el Apu Tusinoyoj (junio, 2011)
Con Otto y Marino en Canchiscocha (junio, 2011)
Y cuándo nos
veremos con los demás, al borde
de una mañana
eterna, desayunados todos.
(César Vallejo)
Fotos: Saúl Domínguez